I
Correría el año 1993, seguramente el mes de junio, la temporada en que no amanece sino hasta que se hace tarde a la mañana. Yo iba a tercer grado y tenía una toalla en la mochila, quizá porque después de educación física uno, yo, venido el caso, acostumbrara refregarse el sudor con esa diminuta toalla en algún sórdido y celeste, pero existente, baño de varones. O quizá porque tuviéramos aquel día artes plásticas y el manual enchastre de témperas y tintas se resolviera con un cauteloso enjuague de rigor. Declaro que mi olvido en materia de cuidados higiénicos en ese entonces es apenas menos que deplorable, pero, con ello y todo, considero algo desestimable e inverosímil el hecho de que un niño de nueve años, pongamos el caso mío a esa altura de mi vida, menos longitud de estatura que lo que hay desde ese entonces hasta hoy, cuente con incontables oportunidades para sudar luego del ejercicio físico. Baste entonces decir que por alguna causalidad inmemorable contaba yo con aquella pequeña toalla de manos. El recuerdo de aquella nocturnal mañana (y el de aquella heroica toalla, cabe también mencionar) quizá tenga su justificación en el hecho accidental y nada excepcional de que lloviera a cántaros. Recuerdo además que aquella toalla inauguró un uso hasta entonces inusitado: enmendar los desmanes semi-silenciosos y casi siempre impunes de la gotera pertinaz que se suspendía justo encima de mi pupitre.
2 de marzo de 2009
Correría el año 1993, seguramente el mes de junio, la temporada en que no amanece sino hasta que se hace tarde a la mañana. Yo iba a tercer grado y tenía una toalla en la mochila, quizá porque después de educación física uno, yo, venido el caso, acostumbrara refregarse el sudor con esa diminuta toalla en algún sórdido y celeste, pero existente, baño de varones. O quizá porque tuviéramos aquel día artes plásticas y el manual enchastre de témperas y tintas se resolviera con un cauteloso enjuague de rigor. Declaro que mi olvido en materia de cuidados higiénicos en ese entonces es apenas menos que deplorable, pero, con ello y todo, considero algo desestimable e inverosímil el hecho de que un niño de nueve años, pongamos el caso mío a esa altura de mi vida, menos longitud de estatura que lo que hay desde ese entonces hasta hoy, cuente con incontables oportunidades para sudar luego del ejercicio físico. Baste entonces decir que por alguna causalidad inmemorable contaba yo con aquella pequeña toalla de manos. El recuerdo de aquella nocturnal mañana (y el de aquella heroica toalla, cabe también mencionar) quizá tenga su justificación en el hecho accidental y nada excepcional de que lloviera a cántaros. Recuerdo además que aquella toalla inauguró un uso hasta entonces inusitado: enmendar los desmanes semi-silenciosos y casi siempre impunes de la gotera pertinaz que se suspendía justo encima de mi pupitre.
2 de marzo de 2009