Pasarse la vida remendando piezas que vestirían otros, pasarse tardes enteras junto a la estufa o el ventilador con la novelita de la tarde a todo volumen o sin ella, no fuera a ser que tuviera que oír las discusiones de los energúmenos del cuarto hache, gastarse las manos y los ojos enhebrando hilos de conversaciones ajenas (tan perturbadoras, tan venenosas –la del cuarto hache engañaba al marido y vivía en su ausencia tramando escaparse con amantes ágiles y efímeros, duraban semanas, a veces un mes, y después la dejaban desolada, conversando sola de embarcos, de vuelos al nunca jamás), en fin, la novelita de las cuatro, la transmisión de las seis o el informativo de las siete menos cuarto resultaban meros intervalos de voces mucho más ajenas que nadie, voces sin cara, voces con las que no compartiría nunca un ascensor en ascenso. La aguja iba y volvía, ella pasaba las horas con los vestidos de los otros, con los secretos cercanos filtrando las paredes (porque las paredes sí oyen). Sólo contaba con el parlante para tapar las horas en que la otra se descosía a llantos, porque enmendar historias de otros no es tan sencillo como componer un traje o hacer que cierre un cierre que no cierra. Esto mismo le explicaba al oficial, doña Catita, un día en que el marido había vuelto más temprano que de costumbre. A ella se le había dado por asomarse por la ventana del baño. Había oído y visto todo.