lunes, 16 de abril de 2012

La última materia

Tamara acababa de recibirse. Acababa de rendir con éxito el último examen de la carrera. Y estaba sola. No le había dicho a nadie. Contenida la euforia triunfal en su fuero personal, ahora se sentaba en una silla de la biblioteca de la facultad. Había rescatado de entre sus apuntes abigarrados de anotaciones una carilla en blanco. Se disponía por fin a escribir. Su cuento se trataba de un joven, que se llamaba Marco y que estudiaba Letras, y que también se había recibido y tampoco le había dicho nada a nadie del asunto. Era extraño, pero Tamara sentía que Marco tampoco precisaba una descripción. Se debatía entre hacerlo actuar o hablar con alguien. Él aparecía sentado en un asiento de la biblioteca de la universidad. Se sentía por fin eximido de la carga del estudio. No sabía qué hacer. No estaba alegre; tampoco triste. Sólo se sentía sin metas por primera vez en su vida. Y no sabía qué hacer. Esto ya lo había escrito. La biblioteca estaba casi vacía. Era temprano y no había visto allí a ningún conocido. En un momento se le ocurrió escribir un poema cuyo final dijera: “Pero nuestra historia no tiene vuelta / de hoja”. Pero enseguida se persuadió de que se trataba de una estupidez. Luego pensó en escribir la historia de un hombre sin coraje, un tipo que no tuviera siquiera la valentía de matarse a sí mismo. Fue ahí cuando levantó la vista. A unas mesas de distancia vio una chica con la cabeza gacha que escribía. Entonces le pasó por la cabeza una idea muy extraña: iba a escribir sobre ella, una historia que protagonizara ella escribiendo un cuento, un cuento que lo tuviera a él como protagonista. Allí él la estaría mirando un largo rato y luego, al final, sólo al final del relato, se le acercaría furtivamente. En ese momento se asomaría por encima de su hombro y le diría al oído, pausada y delicadamente, como hablan los confesores: “Así no soy yo. Acabás de escribir que mis ojos son marrones, y mis ojos, como ves, son verdes, ¿ves?, verdes”, y ella le respondería titubeante, aunque enérgica, que no habría querido describirlo si no fuera que estaba solo en la biblioteca y resultaba imposible escribirlo dialogando con alguien. “Pero podías haber escrito que llegaba justo una chica de afuera, a la que yo esperaba en secreto, tan en secreto que hasta incluso el mismo narrador lo ignoraba”, terminó de decir Marco mientras pasaba su brazo por la cintura de una chica que no era Tamara.

Apenas le hubo puesto el punto final a su cuento, Tamara lo releyó y decidió cambiar algunas cosas. Pensó que sería mejor situarlo en un bar y que el escritor fuese una escritora que todavía estaba por rendir la última materia.


Julio Lapsuscalami, Cuentos inexplicados.