Mariana Lila (copyright)
En vano. Pensaba en la muchacha. Mi carne había olvidado el placer, intenso, pecaminoso y fugaz (es cosa vil) que me había deparado la unión con ella, pero mi alma no había olvidado su rostro, y ese recuerdo no acababa de parecerle perverso, sino que más bien la hacía palpitar como si en aquel rostro resplandeciese toda la dulzura de la creación.
De manera confusa y casi negándome a aceptar la verdad de lo que estaba sintiendo, descubrí que aquella pobre, sucia, impúdica criatura, que (quizá con qué perversa constancia) se vendía a otros pecadores, aquella hija de Eva que, debilísima como todas sus hermanas, tantas veces había comerciado con su carne, era, sin embargo, algo espléndido y maravilloso. Mi intelecto sabía que era pábulo de pecado, pero mi apetito sensitivo veía en ella el receptáculo de todas las gracias. Es difícil decir qué sentía yo en aquel momento, y casi espiaba el trabajo de los obreros por si, de la esquina de una choza o de la oscuridad de un establo, surgía la figura que me había seducido. Pero no estaría escribiendo la verdad, o bien estaría velándola para atenuar su fuerza y su evidencia. Porque la verdad es que “veía” a la muchacha, la veía en las ramas del árbol desnudo, que palpitaban levemente cuando algún gorrión aterido volaba hasta ellas en busca de abrigo; la veía en los ojos de las novillas que salían del establo, y la oía en el balido de los corderos que se cruzaban en mi camino. Era como si toda la creación me hablara de ella, y deseaba, sí, volver a verla, pero también estaba dispuesto a aceptar la idea de no volver a verla jamás, y de no unirme más a ella, siempre y cuando pudiese sentir el gozo que me invadía aquella mañana, y tenerla siempre cerca aunque estuviese, por toda la eternidad, lejos de mí. Era, ahora intento comprenderlo, como si el mundo entero, que, sin duda, es como un libro escrito por el dedo de Dios, donde cada cosa nos habla de la inmensa bondad de su creador, donde cada criatura es como escritura y espejo de la vida y de la muerte, donde la más humilde rosa se vuelve glosa de nuestro paso por la tierra, como si todo, en suma, sólo me hablase del rostro que apenas había logrado entrever en la olorosa penumbra de la cocina. Me entregaba a esas fantasías porque me decía para mí (mejor dicho, no lo decía, porque no eran pensamientos que pudiesen traducirse en palabras) que, si el mundo entero está destinado a hablarme del poder, de la bondad y de la sabiduría del creador, y si aquella mañana el mundo entero me hablaba de la muchacha, que (por pecadora que fuese) era también un capítulo del gran libro de la creación, un versículo del gran salmo entonado por el cosmos… Decía para mí (lo digo ahora) que, si tal cosa sucedía, era porque estaba necesariamente prevista en el gran plan teofánico que gobierna el universo, cuyas partes, dispuestas como las cuerdas de la lira, componen un milagro de consonancia y armonía. Como embriagado, gozaba de la presencia de la muchacha en las cosas que veía, y, al desearla en ellas, viéndolas mi deseo se colmaba. Y, sin embargo, en medio de tanta dicha, sentía una especie de dolor, en medio de todos aquellos fantasmas de una presencia, la penosa marca de una ausencia. (…)
El nombre de la rosa
Umberto Eco
De manera confusa y casi negándome a aceptar la verdad de lo que estaba sintiendo, descubrí que aquella pobre, sucia, impúdica criatura, que (quizá con qué perversa constancia) se vendía a otros pecadores, aquella hija de Eva que, debilísima como todas sus hermanas, tantas veces había comerciado con su carne, era, sin embargo, algo espléndido y maravilloso. Mi intelecto sabía que era pábulo de pecado, pero mi apetito sensitivo veía en ella el receptáculo de todas las gracias. Es difícil decir qué sentía yo en aquel momento, y casi espiaba el trabajo de los obreros por si, de la esquina de una choza o de la oscuridad de un establo, surgía la figura que me había seducido. Pero no estaría escribiendo la verdad, o bien estaría velándola para atenuar su fuerza y su evidencia. Porque la verdad es que “veía” a la muchacha, la veía en las ramas del árbol desnudo, que palpitaban levemente cuando algún gorrión aterido volaba hasta ellas en busca de abrigo; la veía en los ojos de las novillas que salían del establo, y la oía en el balido de los corderos que se cruzaban en mi camino. Era como si toda la creación me hablara de ella, y deseaba, sí, volver a verla, pero también estaba dispuesto a aceptar la idea de no volver a verla jamás, y de no unirme más a ella, siempre y cuando pudiese sentir el gozo que me invadía aquella mañana, y tenerla siempre cerca aunque estuviese, por toda la eternidad, lejos de mí. Era, ahora intento comprenderlo, como si el mundo entero, que, sin duda, es como un libro escrito por el dedo de Dios, donde cada cosa nos habla de la inmensa bondad de su creador, donde cada criatura es como escritura y espejo de la vida y de la muerte, donde la más humilde rosa se vuelve glosa de nuestro paso por la tierra, como si todo, en suma, sólo me hablase del rostro que apenas había logrado entrever en la olorosa penumbra de la cocina. Me entregaba a esas fantasías porque me decía para mí (mejor dicho, no lo decía, porque no eran pensamientos que pudiesen traducirse en palabras) que, si el mundo entero está destinado a hablarme del poder, de la bondad y de la sabiduría del creador, y si aquella mañana el mundo entero me hablaba de la muchacha, que (por pecadora que fuese) era también un capítulo del gran libro de la creación, un versículo del gran salmo entonado por el cosmos… Decía para mí (lo digo ahora) que, si tal cosa sucedía, era porque estaba necesariamente prevista en el gran plan teofánico que gobierna el universo, cuyas partes, dispuestas como las cuerdas de la lira, componen un milagro de consonancia y armonía. Como embriagado, gozaba de la presencia de la muchacha en las cosas que veía, y, al desearla en ellas, viéndolas mi deseo se colmaba. Y, sin embargo, en medio de tanta dicha, sentía una especie de dolor, en medio de todos aquellos fantasmas de una presencia, la penosa marca de una ausencia. (…)
El nombre de la rosa
Umberto Eco
3 comentarios:
excelente. todo el libro es genial, quiero decir, su totalidad compone una obra sublime. pero ese pasaje es particularmente bello, porque es uno de los puntos sobresalientes que exceden a la trama detectivesca y policial de la novela, para adentrarse en aquello (y quizás lo único) verdaderamente capaz de subyugar y atravesar al hombre, dándole sentido a su existencia mundana. ya seas filósofo antiguo, monje medieval u oficinista posmo, si tenés la suerte de que te toque, una vez en la vida al menos, sentite dichoso. vos, amigo, sabés de lo que estamos hablando, y quizás todos lo sepan. pero con que vos lo sepas me alcanza para no explicitarlo.
un abrazo enorme y lleno de palmadas afectuosas en la espalda.
lo volví a leer, y quiero agregar algo más, en relación a la última frase "Y, sin embargo, en medio de tanta dicha, sentía una especie de dolor, en medio de todos aquellos fantasmas de una presencia, la penosa marca de una ausencia."
como será de mezquina la naturaleza (humana) que hasta en el más exquisito y sublime de los placeres nos tiene escondida una trampa "una especie de dolor" dice adso. es el saber que no va a durar para siempre, la conciencia de la finitud de todo goce. es saber que el tiempo del amor (oh.. se me escapó la maldita palabreja) es el presente, (acaso también pueda ser el futuro). pero nunca el pasado, ya qe el amor pasado es siempre doloroso. aunque sean sólo buenos recuerdos, ya que por esa misma condición de ser recuerdos, duelen.
sin más,
paz y amor.
diogo, emocionante (no emotivo) lo que decís... la verdad que sí, el tiempo del amor es el presente y el futuro, y el pasado quizá sea o no feo /yo creo que lo recordamos con dulzura, no con amargura, porque ya pasó, quizá... pero está bueno que ataquemos al mito ese de que todo tiempo pasado fue mejor... es un tema de perspectiva... quizá... no sé, se me hace/
un abramowich, me pareció genial todo lo que dijiste,
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