Fernández
Moreno, Manrique. Suicidio Natural.
Bs. As.: Botella al Mar, 1953, 75 pp.
Esta novela brevísima fue publicada en 1953
por Botella al Mar y su autor, de escasos veinticinco años en aquel entonces,
se la dedica a su madre. Con esta y sus otras dos narraciones extensas, Sus otras muertes (1963) y Memorias de un príncipe argeutimo (1969),
Manrique Fernández Moreno tiene derecho a integrar el selecto grupo de los raros de la narrativa argentina del
siglo XX, junto a figuras tan geniales como fueron: Eduardo Stilman, Alberto
Vanasco, Juan Pinto, Joaquín Gómez Bas, Juan Vasco, Julio Ardiles Gray, entre
otros.
En cuanto a la obra en sí, Suicidio natural podría ser catalogada
como un escrito de juventud, con la cosmovisión adolescente del amor, el miedo
al rechazo y la duda existencial sobre la propia identidad siempre en crisis.
Tampoco está exenta de aspectos de cuento policial así como de reflexiones
existencialistas. De todas formas, lo que prima en ella es el humor y un cierto
desenfado en el tratamiento de la materia narrativa. Manrique no se priva de
incorporar palabras y expresiones propias del argot, menciones cultas y
populares extemporáneas a lo que nos está contando y romper con la isotopía
estilística una y otra vez, a veces con chistes sandios y, a veces, casi-chistes.
La obra de marras se divide en cinco
capítulos y lo curioso es que el primero de ellos se llama “La solución” y el
último, “El problema”. En ese primer
capítulo, el narrador expresa que tiene veintisiete años y va a suicidarse. La
razón de ello son los desaires de una joven estudiante. En un tono muy
adolescente, describe la vida desde una perspectiva luctuosa y oprimida: “Aquí
estamos tajeados, cercenados a pedrerío limpio. Imposible moverse. No podemos
tener dilaciones. Tampoco apresuramientos” (SN,
p. 19). Allí mismo se cuenta la muerte misteriosa de un canillita (un tal
Rodríguez) en el mismo pueblo de Villa Árboles. En el siguiente capítulo el
narrador se corre a segundo plano y cuenta la historia familiar de un tal
Daniel Aguilar. Este jovencito, luego de reñir con su madre y con el doctor
Mene (Enrique Menéndez), comienza a inquietarse y expresa una ansiedad por
liberarse de su familia y un deseo de dar cauce real a su idealismo de
perfección. Su madre, hablando con la tía, dice: “Esa manía de la perfección…
¡Pobrecito! Igual le pasa con las mujeres. Yo no sé qué pretende. (…) Lo
desesperan las cosas mal terminadas. Sin pulir. Y ahora esta preocupación por
la eutanasia que le sucede últimamente” (SN,
p.31). Al promediar el capítulo, Daniel “progresa” madurativamente y logra
“agenciarse” “una desgarbada, exacerbadísima vida interior y exterior puramente
suya” (SN, p.32), amén de una
prescindencia absoluta de aquellos seres que lo rodean. Es aquí donde se
muestra la vida familiar como rutinaria y opresora (la “ordenación empírica de
la casa y de sus abrigos”, “los trajes” que “le asestaban sus buenas medidas” y
un padre que ve con malos ojos su deseo de ser músico). Como consecuencia,
llamará a una tal Laura para que oficie de compañera en un exilio momentáneo,
un pequeño viaje en tren a la campiña, no exento de apasionamiento. Luego, le
sobreviene una enfermedad que lo obliga a reposar y es allí que, pensando en un
nuevo exilio algo más definitivo, recuerda que tiene un primo (J.) en una
región de baobabs y de montañas, que resultará ser nada más ni nada menos que
Villa Árboles (el lugar desde donde escribe el depresivo narrador). La historia
se va enriqueciendo (y confundiendo) con simbolismos, digresiones plagadas de
retorismo, huidas del hilo narrativo con menciones abstractas que sugieren
referentes concretos que nunca se explicitan (“el caso”, “el asunto”, “esto”),
elucubraciones donde se cuentan episodios de dudosa existencia en la “realidad
del relato”. Luego de tanto merodeo mental y sentimental, Daniel viene a dar
con la casa de su tío Rodolfo Abalorio en la ya mentada Villa Árboles, donde
tiene lugar el encuentro entre Daniel y J. (J. Abalorio, su hasta entonces
desconocido primo). Desde entonces, a la psicología y problemas ya
desarrollados del personaje central, Daniel Aguilar, se sobreimprimirá el
accionar de J. Abalorio, protagonista de los dos últimos capítulos de la
novela. Incluso, en un baile Daniel conocerá a “Ella”, a quien seguirá hasta ingresar a su casa en
un final sin más cierre que la oscura y despersonalizada descripción de las
paredes interiores del recinto, con la sola y débil alusión expresionista de
una alfombra que distiende sus músculos en el suelo. Allí termina el relato
para el joven Aguilar y comienza para J. El capítulo III coincide con la
reaparición del narrador y se divide en dos partes. En la primera sección
(intitulada “Del pariente del muerto”) el narrador, sito en la ciudad Destiempo
y entre papeles e informes burocráticos, lee “las anotaciones del desdichado” (J.)
mientras le ceba mate “Ella” y siente aproximarse “el pobre hombre” al
presente. A esta altura podemos deducir que el narrador podría ser el mismo
Daniel Aguilar y J. es nada menos que su alter-ego,
esa otra bifurcación de su historia para quien el rechazo de la mujer sí habría
sido palmario y motivo de suicidio. En la segunda sección, “Del muerto”,
asistimos a la lectura de un depresivo diario, lleno de expresiones de
sentimientos contrariados y ansias de liberación (aparentemente el diario del
muerto por “suicidio natural”, J. Abalorio). En el penúltimo capítulo (“El
hombre y el puente) se retoma la tercera persona, que se mantendrá hasta el
final, y se introduce la historia de la señorita R. del Arco. En esa misma
parte, el puente del pueblo cobra una densidad simbólica determinante, pues
está “uniendo dos separaciones, dos cosas disímiles, ¿blanco o negro?,
dolorosas. Con su dolor él también de ser puente, archivo disecado del tiempo”
(SN, p. 59) o “se sintió solo, tan
solo como el puente que entreabría su trágico gañote embadurnado de muerte” (SN, p. 66). Puente y “Arco” (el apellido
de la muchacha amada) son las dos maneras de entender la relación: por arriba o
por abajo, cruzar el camino que establecen secamente sus líneas o atravesarlo
por donde no hay camino, por su profunda perpendicular, sin miedo al agua. J.
Abalorio no es consciente de esa alternativa, no puede ver en el “arco” más que
un “puente”. Nuevamente el relato se va llenando de catálisis regidas por el
imaginario y de falsas acciones sonámbulas, como la de penetrar a R. del Arco.
Todo el ensueño se desvanece cuando se hace patente que ella no le corresponde.
J. alcanza la solución a su problema entonces: “su suicidio perfecto: un largo
crimen en su contra, espantosamente premeditado y sin mayores vueltas que
darle” (SN, p. 64). El capítulo final
agrega el ingrediente policial a la novela. El comisario Rojas Jiménez
investiga el asesinato del canillita Rodríguez y el estrangulamiento de R. del
Arco (todo parece indicar que fue asesinada por J., dato que la narración nunca
deja en claro). El comisario quiere endilgarle el crimen a un cafisho de la
ciudad Destiempo llamado Porfirio de la Cresta y esa misma noche se imagina
leyendo en el diario del pueblo la crónica policial que lo tiene a él como el
héroe que apresó al asesino. Luego de esa crónica imaginada (otro sueño más,
otra irrealidad en la realidad de
esta narración, donde los personajes siempre se imaginan algo que es o que no
es según se le antoje luego al narrador dar algún indicio de su verdad),
sabemos que el principal sospechoso había muerto de hipo ya hacía seis meses y
que lo que imaginó el comisario significaba un error terrible (ahí notamos el
lugar de realidad, de responsabilidad concreta que le asigna la novela a las
ideas, a la imaginación y a la idealización). De esto se aprovecha J. Abalorio
en su entrevista con el comisario, para acordar que se suicidará dejando entre
sus ropas una declaración de culpabilidad por las muertes del canillita y de su
amada, y reconociendo la sagacidad del comisario Rojas Jiménez, quien le había
“arrancado hábilmente la confesión”. Al final leemos la transcripción de una
necrológica del matutino de Villa Árboles donde se dice que había sido
encontrado sin vida, abrazado al Puente, el señor J. Abalorio y que su
fallecimiento se había producido a raíz de un ataque cardíaco. Aquí el “corazón”
resulta el elemento ambiguo en esta muerte; para los desconocidos será un
órgano de funcionamiento natural; para los lectores más apropincuados a la
narración manriqueana, el juguete rabioso de la voluntad.
Para finalizar, cabe decir que se trata de una
narración bastante lírica, llena de ocurrencias muchas veces disparatadas y de
lectura no muy amable, es decir, las continuas digresiones del narrador
juguetón pueden hacer que el lector pierda el hilo o se pase toda la novela
buscándolo. Hay fragmentos donde la narración ocurrente y chancera devela un Manrique Fernández Moreno promisorio en el
terreno de la prosa argentina, en un estilo de humor poco cultivado en el país,
con mucho de macedoniano y bastante similar al Bustos Domecq de la “Fiesta del
Monstruo”. Se les recomienda esta novela a lectores abiertos al juego narrativo,
pacientes con las idas y venidas, y habituados a los experimentos de la novela de
la segunda mitad del siglo XX.
Julián D’Alessandro (UBA)
27 de diciembre de 2012
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