Son solo retazos de su sombra
los que puedo contar, que es donde ella siempre se coloca, delante de su
sombra. Y los retazos vendrían a ser las palabras con las que ella dibuja la
alegría de mí mirándola, como si los ojos alcanzaran a oírla mejor. La
tentación, al inicio de todo, fue ponerla al trasluz, como si fuera una
radiografía. Pero la iluminó la sombra, y así quedó tatuada en la piel de mis manos
y ahora no puedo abjurar de su nombre, de la prosa de sus gestos bruscos, de lo
estentóreo terco de su voz igual de acariciable.
La conocí distante y seria en el
pasillo de un micro. Le hablé poquísimas veces (siempre me interesó mucho más
escucharla). Hablaba del tarot, del zodíaco, de la quiromancia, de las mujeres
que amó. Después de ese viaje, no la volví a ver sino en otro viaje en el que
todo fue igual.
Luego pensé en escribirle. Leí
en su muro una puerta y me convencí de que esa mujer era un mundo (y también su
jeroglífico). Cuando le dije que quería leer en sus labios esas historias que
contaba, me apuntó con otro cuento indescifrablemente bello. Poco a poco fui
descubriendo que esa mujer era la Sherezada de mis noches así como de mis días
(aunque si ella callaba, el que moría era yo).
Con sus cuentos, poco a poco,
fui aprendiendo a vivir. Sus ideas lo impregnaban todo. Sus libros. Los títulos
de todos los libros que estaba escribiendo desde siempre, día y noche,
circunroída por sueños y horarios detrás de puertas que ignoro. Día a día fui
sucumbiendo ante la terrible imposición de imaginar a esa mujer real, de tratar
de soñarla o de leer de su opacidad el contorno claro, la caligrafía de su
rostro de ojos mate, las entrelíneas hondas de su sexo…
7-5-2013
Entonces vino el día en el que no me dijo que ya no me deseaba más.
28-6-2013