jueves, 28 de noviembre de 2013

Cynthia la Esfinge


Son solo retazos de su sombra los que puedo contar, que es donde ella siempre se coloca, delante de su sombra. Y los retazos vendrían a ser las palabras con las que ella dibuja la alegría de mí mirándola, como si los ojos alcanzaran a oírla mejor. La tentación, al inicio de todo, fue ponerla al trasluz, como si fuera una radiografía. Pero la iluminó la sombra, y así quedó tatuada en la piel de mis manos y ahora no puedo abjurar de su nombre, de la prosa de sus gestos bruscos, de lo estentóreo terco de su voz igual de acariciable.
La conocí distante y seria en el pasillo de un micro. Le hablé poquísimas veces (siempre me interesó mucho más escucharla). Hablaba del tarot, del zodíaco, de la quiromancia, de las mujeres que amó. Después de ese viaje, no la volví a ver sino en otro viaje en el que todo fue igual.
Luego pensé en escribirle. Leí en su muro una puerta y me convencí de que esa mujer era un mundo (y también su jeroglífico). Cuando le dije que quería leer en sus labios esas historias que contaba, me apuntó con otro cuento indescifrablemente bello. Poco a poco fui descubriendo que esa mujer era la Sherezada de mis noches así como de mis días (aunque si ella callaba, el que moría era yo).
Con sus cuentos, poco a poco, fui aprendiendo a vivir. Sus ideas lo impregnaban todo. Sus libros. Los títulos de todos los libros que estaba escribiendo desde siempre, día y noche, circunroída por sueños y horarios detrás de puertas que ignoro. Día a día fui sucumbiendo ante la terrible imposición de imaginar a esa mujer real, de tratar de soñarla o de leer de su opacidad el contorno claro, la caligrafía de su rostro de ojos mate, las entrelíneas hondas de su sexo…

7-5-2013

Entonces vino el día en el que no me dijo que ya no me deseaba más.


28-6-2013

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