jueves, 27 de diciembre de 2012

La sorpresiva narrativa de Manrique Fernández Moreno


Fernández Moreno, Manrique. Suicidio Natural. Bs. As.: Botella al Mar, 1953, 75 pp.

Esta novela brevísima fue publicada en 1953 por Botella al Mar y su autor, de escasos veinticinco años en aquel entonces, se la dedica a su madre. Con esta y sus otras dos narraciones extensas, Sus otras muertes (1963) y Memorias de un príncipe argeutimo (1969), Manrique Fernández Moreno tiene derecho a integrar el selecto grupo de los raros de la narrativa argentina del siglo XX, junto a figuras tan geniales como fueron: Eduardo Stilman, Alberto Vanasco, Juan Pinto, Joaquín Gómez Bas, Juan Vasco, Julio Ardiles Gray, entre otros.

En cuanto a la obra en sí, Suicidio natural podría ser catalogada como un escrito de juventud, con la cosmovisión adolescente del amor, el miedo al rechazo y la duda existencial sobre la propia identidad siempre en crisis. Tampoco está exenta de aspectos de cuento policial así como de reflexiones existencialistas. De todas formas, lo que prima en ella es el humor y un cierto desenfado en el tratamiento de la materia narrativa. Manrique no se priva de incorporar palabras y expresiones propias del argot, menciones cultas y populares extemporáneas a lo que nos está contando y romper con la isotopía estilística una y otra vez, a veces con chistes sandios y, a veces, casi-chistes.

La obra de marras se divide en cinco capítulos y lo curioso es que el primero de ellos se llama “La solución” y el último, “El problema”.  En ese primer capítulo, el narrador expresa que tiene veintisiete años y va a suicidarse. La razón de ello son los desaires de una joven estudiante. En un tono muy adolescente, describe la vida desde una perspectiva luctuosa y oprimida: “Aquí estamos tajeados, cercenados a pedrerío limpio. Imposible moverse. No podemos tener dilaciones. Tampoco apresuramientos” (SN, p. 19). Allí mismo se cuenta la muerte misteriosa de un canillita (un tal Rodríguez) en el mismo pueblo de Villa Árboles. En el siguiente capítulo el narrador se corre a segundo plano y cuenta la historia familiar de un tal Daniel Aguilar. Este jovencito, luego de reñir con su madre y con el doctor Mene (Enrique Menéndez), comienza a inquietarse y expresa una ansiedad por liberarse de su familia y un deseo de dar cauce real a su idealismo de perfección. Su madre, hablando con la tía, dice: “Esa manía de la perfección… ¡Pobrecito! Igual le pasa con las mujeres. Yo no sé qué pretende. (…) Lo desesperan las cosas mal terminadas. Sin pulir. Y ahora esta preocupación por la eutanasia que le sucede últimamente” (SN, p.31). Al promediar el capítulo, Daniel “progresa” madurativamente y logra “agenciarse” “una desgarbada, exacerbadísima vida interior y exterior puramente suya” (SN, p.32), amén de una prescindencia absoluta de aquellos seres que lo rodean. Es aquí donde se muestra la vida familiar como rutinaria y opresora (la “ordenación empírica de la casa y de sus abrigos”, “los trajes” que “le asestaban sus buenas medidas” y un padre que ve con malos ojos su deseo de ser músico). Como consecuencia, llamará a una tal Laura para que oficie de compañera en un exilio momentáneo, un pequeño viaje en tren a la campiña, no exento de apasionamiento. Luego, le sobreviene una enfermedad que lo obliga a reposar y es allí que, pensando en un nuevo exilio algo más definitivo, recuerda que tiene un primo (J.) en una región de baobabs y de montañas, que resultará ser nada más ni nada menos que Villa Árboles (el lugar desde donde escribe el depresivo narrador). La historia se va enriqueciendo (y confundiendo) con simbolismos, digresiones plagadas de retorismo, huidas del hilo narrativo con menciones abstractas que sugieren referentes concretos que nunca se explicitan (“el caso”, “el asunto”, “esto”), elucubraciones donde se cuentan episodios de dudosa existencia en la “realidad del relato”. Luego de tanto merodeo mental y sentimental, Daniel viene a dar con la casa de su tío Rodolfo Abalorio en la ya mentada Villa Árboles, donde tiene lugar el encuentro entre Daniel y J. (J. Abalorio, su hasta entonces desconocido primo). Desde entonces, a la psicología y problemas ya desarrollados del personaje central, Daniel Aguilar, se sobreimprimirá el accionar de J. Abalorio, protagonista de los dos últimos capítulos de la novela. Incluso, en un baile Daniel conocerá a “Ella”,  a quien seguirá hasta ingresar a su casa en un final sin más cierre que la oscura y despersonalizada descripción de las paredes interiores del recinto, con la sola y débil alusión expresionista de una alfombra que distiende sus músculos en el suelo. Allí termina el relato para el joven Aguilar y comienza para J. El capítulo III coincide con la reaparición del narrador y se divide en dos partes. En la primera sección (intitulada “Del pariente del muerto”) el narrador, sito en la ciudad Destiempo y entre papeles e informes burocráticos, lee “las anotaciones del desdichado” (J.) mientras le ceba mate “Ella” y siente aproximarse “el pobre hombre” al presente. A esta altura podemos deducir que el narrador podría ser el mismo Daniel Aguilar y J. es nada menos que su alter-ego, esa otra bifurcación de su historia para quien el rechazo de la mujer sí habría sido palmario y motivo de suicidio. En la segunda sección, “Del muerto”, asistimos a la lectura de un depresivo diario, lleno de expresiones de sentimientos contrariados y ansias de liberación (aparentemente el diario del muerto por “suicidio natural”, J. Abalorio). En el penúltimo capítulo (“El hombre y el puente) se retoma la tercera persona, que se mantendrá hasta el final, y se introduce la historia de la señorita R. del Arco. En esa misma parte, el puente del pueblo cobra una densidad simbólica determinante, pues está “uniendo dos separaciones, dos cosas disímiles, ¿blanco o negro?, dolorosas. Con su dolor él también de ser puente, archivo disecado del tiempo” (SN, p. 59) o “se sintió solo, tan solo como el puente que entreabría su trágico gañote embadurnado de muerte” (SN, p. 66). Puente y “Arco” (el apellido de la muchacha amada) son las dos maneras de entender la relación: por arriba o por abajo, cruzar el camino que establecen secamente sus líneas o atravesarlo por donde no hay camino, por su profunda perpendicular, sin miedo al agua. J. Abalorio no es consciente de esa alternativa, no puede ver en el “arco” más que un “puente”. Nuevamente el relato se va llenando de catálisis regidas por el imaginario y de falsas acciones sonámbulas, como la de penetrar a R. del Arco. Todo el ensueño se desvanece cuando se hace patente que ella no le corresponde. J. alcanza la solución a su problema entonces: “su suicidio perfecto: un largo crimen en su contra, espantosamente premeditado y sin mayores vueltas que darle” (SN, p. 64). El capítulo final agrega el ingrediente policial a la novela. El comisario Rojas Jiménez investiga el asesinato del canillita Rodríguez y el estrangulamiento de R. del Arco (todo parece indicar que fue asesinada por J., dato que la narración nunca deja en claro). El comisario quiere endilgarle el crimen a un cafisho de la ciudad Destiempo llamado Porfirio de la Cresta y esa misma noche se imagina leyendo en el diario del pueblo la crónica policial que lo tiene a él como el héroe que apresó al asesino. Luego de esa crónica imaginada (otro sueño más, otra irrealidad en la realidad de esta narración, donde los personajes siempre se imaginan algo que es o que no es según se le antoje luego al narrador dar algún indicio de su verdad), sabemos que el principal sospechoso había muerto de hipo ya hacía seis meses y que lo que imaginó el comisario significaba un error terrible (ahí notamos el lugar de realidad, de responsabilidad concreta que le asigna la novela a las ideas, a la imaginación y a la idealización). De esto se aprovecha J. Abalorio en su entrevista con el comisario, para acordar que se suicidará dejando entre sus ropas una declaración de culpabilidad por las muertes del canillita y de su amada, y reconociendo la sagacidad del comisario Rojas Jiménez, quien le había “arrancado hábilmente la confesión”. Al final leemos la transcripción de una necrológica del matutino de Villa Árboles donde se dice que había sido encontrado sin vida, abrazado al Puente, el señor J. Abalorio y que su fallecimiento se había producido a raíz de un ataque cardíaco. Aquí el “corazón” resulta el elemento ambiguo en esta muerte; para los desconocidos será un órgano de funcionamiento natural; para los lectores más apropincuados a la narración manriqueana, el juguete rabioso de la voluntad.

Para finalizar, cabe decir que se trata de una narración bastante lírica, llena de ocurrencias muchas veces disparatadas y de lectura no muy amable, es decir, las continuas digresiones del narrador juguetón pueden hacer que el lector pierda el hilo o se pase toda la novela buscándolo. Hay fragmentos donde la narración ocurrente y chancera devela  un Manrique Fernández Moreno promisorio en el terreno de la prosa argentina, en un estilo de humor poco cultivado en el país, con mucho de macedoniano y bastante similar al Bustos Domecq de la “Fiesta del Monstruo”. Se les recomienda esta novela a lectores abiertos al juego narrativo, pacientes con las idas y venidas, y habituados a los experimentos de la novela de la segunda mitad del siglo XX.
Julián D’Alessandro (UBA)
27 de diciembre de 2012

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